domingo, 9 de junio de 2013

Lo frágil de la locura


Y AHÍ estaba yo, a los pies de la cama de mi amada; contemplando su belleza, su sedoso cabello, sus labios adictivos, su cara angelical… Pero no podía quedarme ahí por más que quisiera; tenía que irme, tenía que irme si quería salvarla.
ERA          SEPTIEMBRE          cuando         me          preparaba         para          salir          con          Lucia,          ya         listo         me          subí          a          mi          auto          pero          este          no          funcionaba;         ¡Mierda!          pensé,          miré         el          reloj         y          se          me          hacía         tarde          así          que          salí          de          mi         casa         y          emprendí          camino         con          paso          acelerado          hacía          el         bar          donde          se          supone          que          yo          la          esperaría.
ME ENCONTRABA a mitad de camino cuando de un callejón salieron tres sujetos y comenzaron a golpearme hasta dejarme inconsciente. Cuando desperté me encontraba en una camilla con mis pies y manos atados a los extremos, tenía una cinta en mi boca que me impedía hablar y un pañuelo en los ojos que me impedía ver.
ESCUCHÉ QUE entraban  a la habitación y comenzaron a murmurar algo, luego sentí un ligero pinchazo en el brazo un líquido que hizo arder mi cuerpo y provocó dolor en mi cabeza, destaparon mis ojos y mi boca, entonces comencé a ver a mí alrededor; creo que estaba en un laboratorio o algo así. Luego los vi a ellos con una gran sonrisa en el rostro y sentí como mi piel se abría, pude soltarme de lo que me sostenía en la camilla y como así de la nada ataqué a los dos hombres pero no con piñas… Yo, yo ¿Les arrancaba sus partes? Sí, eso hacía y no podía parar.
CUANDO ACABÉ
con los
tipos, me
vi reflejado
en un
escritorio que
allí estaba,
del cagazo
que me
pegué, me
escondí unas
tres horas
y me
animé a
salir; volví
a verme
en el
escritorio temeroso
de lo
que vería
pero sólo
era yo,
normal; rápido
tomé una
camioneta estacionada
y volví
a mi
casa y
ahí me
encerré dos
semanas.
ME DÍ cuenta de que mi cuerpo cambiaba siempre a las once y cinco de la noche y atacaba a cualquier ser viviente que viera.
RECORDÉ A Lucía, y no pude evitar llorar; miré el reloj, eran las diez y media de la noche así que me dirigí a su casa; al llegar a su casa, me metí sin permiso en silencio, eran las once menos diez y ya estaría durmiendo.
ME METÍ a su cuarto y dejé en su buró una nota que solo decía: “Siempre voy a amarte”, volví a mirar el reloj, eran las once en punto y ella dormía plácidamente.

Y AHÍ estaba yo, a los pies de la cama de mi amada; contemplando su belleza, su sedoso cabello, sus labios adictivos, su cara angelical… Pero no podía quedarme ahí por más que quisiera; tenía que irme, tenía que irme si quería salvarla.

Micaela Invernón
6ºC

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