Y AHÍ estaba
yo, a los pies de la cama de mi amada; contemplando su belleza, su sedoso
cabello, sus labios adictivos, su cara angelical… Pero no podía quedarme ahí
por más que quisiera; tenía que irme, tenía que irme si quería salvarla.
ERA SEPTIEMBRE cuando me preparaba para salir con Lucia, ya listo me subí a mi auto pero este no funcionaba; ¡Mierda! pensé, miré el reloj y se me hacía tarde así que salí de mi casa y emprendí camino con paso acelerado hacía el bar donde se supone que yo la esperaría.
ME ENCONTRABA a
mitad de camino cuando de un callejón salieron tres sujetos y comenzaron a
golpearme hasta dejarme inconsciente. Cuando desperté me encontraba en una
camilla con mis pies y manos atados a los extremos, tenía una cinta en mi boca
que me impedía hablar
y un pañuelo en los ojos que me impedía ver.
ESCUCHÉ QUE
entraban a la habitación y comenzaron a
murmurar algo, luego sentí un ligero pinchazo en el brazo un líquido que hizo
arder mi cuerpo y provocó dolor en mi cabeza, destaparon mis ojos y mi boca, entonces comencé a
ver a mí alrededor; creo que estaba en un laboratorio o algo así. Luego los vi
a ellos con una gran sonrisa en el rostro y sentí como mi piel se abría, pude
soltarme de lo que me sostenía en la camilla y como así de la nada ataqué a los dos hombres pero no
con piñas… Yo, yo ¿Les arrancaba sus partes? Sí, eso hacía y no podía parar.
CUANDO ACABÉ
con los
tipos, me
vi reflejado
en un
escritorio que
allí estaba,
del cagazo
que me
pegué, me
escondí unas
tres horas
y me
animé a
salir; volví
a verme
en el
escritorio
temeroso
de lo
que vería
pero sólo
era yo,
normal; rápido
tomé una
camioneta
estacionada
y volví
a mi
casa y
ahí me
encerré dos
semanas.
ME DÍ cuenta de que mi cuerpo cambiaba siempre a las once y cinco de la noche y atacaba
a cualquier ser viviente que viera.
RECORDÉ A Lucía, y no pude evitar llorar;
miré el reloj, eran las diez y media de la noche así que me dirigí a su casa;
al llegar a su casa, me metí sin permiso en silencio, eran las once menos diez y ya estaría
durmiendo.
ME METÍ a su
cuarto y dejé en su buró una nota que solo decía: “Siempre voy a amarte”, volví
a mirar el reloj, eran las once en punto y ella dormía plácidamente.
Y AHÍ estaba
yo, a los pies de la cama de mi amada; contemplando su belleza, su sedoso cabello, sus labios
adictivos, su cara angelical… Pero no podía quedarme ahí por más que quisiera;
tenía que irme, tenía que irme si quería salvarla.
Micaela Invernón
6ºC
Micaela Invernón
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